jueves, 18 de septiembre de 2014

Reiterations and Omissions

El Greco, Fray Hortensio Félix de Paravicino

Cezanne, Madame Cezanne con vestido Rojo
Como siempre, acabo comentando las exposiciones justo antes de que vayan a cerrarlas. No obstante, si aún no la han visto, no se pierdan la dedicada el Greco en el Museo del Prado, con el título de El Greco y la Pintura Moderna. Independientemente de los problemas que presenta  - y que les comentaré a continuación - esta muestra es una oportunidad única de ver en persona unos cuantos Grecos que tienen su hogar al otro lado del Atlántico, además de disfrutar de magníficas obras del movimiento moderno y descubrir algún que otro nombre - como Korteweg - de los que no se entiende el olvido.

Por pasar a los peros - que como digo no desmerecen la exposición, sino que sólo muestran mi tendencia a buscarle tres pies al gato -, el primero es que realmente esta exposición no aporta nada nuevo. La estrecha relación de El Greco con la vanguardia, coincidente con su descubrimiento en la transición del XIX al XX, es un lugar común que se viene enseñando en todos los manuales de arte desde hace decenios. Obviamente, una exposición de este tipo nos permite comprobar con nuestros propios ojos esta influencia/admiración de la modernidad hacia un pintor del XVI/XVII, pero tengo la impresión de que en más de una ocasión, la conexión no es tanto estilística - como sería el caso de los cubistas con la construcción plana de los cuadros de El Greco - como de preferencias y gustos. Es decir, El Greco como pintor favorito de un pintor vanguardista, pero sin influencia clara en su pintura.



Un ejemplo de este forzar la mano sería el caso de Manet. La exposición realiza grandes esfuerzos para convencernos de la influencia de el Greco en el pintor impresionista y, para serles sinceros, no lo acabo de ver. De hecho, la pintura del Cretense que se utiliza como ejemplo de esta influencia es La Trinidad, que debe ser uno de los grecos menos grecos que existen, por el volumen,  la rotundidad y la carnalidad de sus figuras, además de lo tizianesco de sus colores. En otros casos, sin embargo, la comparación no puede ser más adecuada - y sorprendente - como es el caso de Jackson Pollock, cuyas interpretaciones tempranas de la Resurrección  se convierten en un adelanto de la trama de líneas característica de su  Dripping Painting.

No obstante, dejando aparte estas diferencias de criterio, me preocupa más el silencio que la exposición guarda hacia un tema polémico: la interpretación ideológica de El Greco por parte de sus redescubridores hispánicos. Esta interpretación se expresó en dos vertientes, El Greco como pintor auténticamente español, y por otra parte, El Greco como expresión de las esencias españolas, cualesquiera que éstas fuesen. Respecto a la primera, cada vez se me hace más difícil considerar español a un pintor que nacio y se educó en Creta, alcanzó su madurez pictórica en Venecia, y al final acabó afincándose en Toledo. Los que sustentan esa españolidad no llegan a darse cuenta que si aplicásemos estrictamente estos criterios, tendríamos que borrar de nuestras propias glorias tanto a Ribera como a Picasso, que vivieron su madurez creativa en Nápoles y Francia, respectivamente.

De hecho, Ribera y Picasso se entienden y explican mejor integrados en las escuelas napolitanas y francesas, en las que hicieron función de nexo, absorbiendo sus influencias y entregándoselas a nueva generación de pintores. En el caso del Greco - quien firmaba sus cuadros en griego, no lo olvidemos - esa conexión con la pintura anterior española no existe, ya que ante todo el Cretense es un manierista italiano en toda regla - cuyo colorido y técnica tiene más de un punto de conexión con la obra de Tintoretto -; mientras que desde un punto de vista compositivo, la bidimensionalidad compositiva de su obra y la desaparición casi completa de la perspectiva - o de los elementos que nos permitan reconstruirla - son típicos de los iconos bizantinos.

Únase a esto la falta de discípulos de El Greco, su nula repercusión fuera de Toledo o su olvido posterior, y se tendrá una imagen de un artista excepcional que, pese a todo, no acabó de encajar en su sociedad de acogida, donde se mantuvo fuera de los círculos oficiales - notablemente del de Felipe II. Señalado esto, podemos pasar al otro punto, su supuesta encarnación o sintonía con las esencias hispanas. El problema de esta concepción - poco estética y declaradamente política - es que surge de los esfuerzos regeneradores tras el desastre de Cuba y la búsqueda de las auténticas virtudes de la patria, a cargo de los intelectuales del 98 (Unamuno y demás) y de la de 1900 (Ortega y Gasset). Para ellos, esas virtudes consistían en un ascetismo y una sobriedad que veían encarnados en la Castilla del Imperio y en la Religión Católica, las cuales habría que restaurar como condición previa a la regeneración de España.

El Greco, con sus retratos de caballeros vestidos de negro y sus visiones celestiales, sería así el receptáculo ideal donde esas ideas se habrían conservado, mientras que su estancia en Toledo habría sido la casualidad feliz que habría puesto en contacto la sensibilidad del artista con el mantillo conceptual en el cual podría germinar y dar fruto. Muy bonito, muy atractivo, pero sin fundamento. No es ya que el concepto de esencias nacionales no tenga sentido alguno - ni mucho menos que estas puedan pervivir tras medio milenio de cambios y transformaciones sociales, políticas y económicas - con lo que poca función ejemplar podrían tener las pinturas del Greco si realmente fueran un reflejo de esas ideas esenciales, es  además que como ya hemos visto el Greco - y su estilo - existía antes de llegar a Toledo, con lo que el papel de esa ciudad y la consiguiente  influencia hispana en la evolución de su pintura debe ser matizado en gran medida.

Quedaría no obstante, el papel de la religión en la vida personal de El Greco, como aliciente, acicate y explicación de la intensidad de su pintura. En ese aspecto, su imagen de profunda religiosidad, casi ascetismo, debe ser también puesta en duda. Como ha demostrado otra reciente exposición en El Prado, dedicada a su biblioteca, en ella las obras religiosas tenían poco peso, frente a las de arquictectura y los autores clásicos. Es más, en los ejemplares de esa biblioteca que se han conservado, son precisamente estas últimas categorías las que tienen anotaciones de su propia mano, lo que viene a indicar cuales eran sus inclinaciones espirituales.

En resumidas cuentas, tenemos un pintor cosmopolita, en cuyo arte se acumulan múltiples influencias y cuyo arte no está motivado tanto por un profundo sentimiento religioso - o al menos no mayor que el de sus contemporáneos -, sino por una profunda profesionalidad y, sobre todo, por una intensísima originalidad, que le llevó a ser un incomprendido y que explica su íntima conexión con la generación de  artistas rebeldes de primeros del siglo XX. Algo muy alejado de ese pintor español hasta la médula, receptáculo de los auténticos valores de la patria, en el que quisieran convertirlo ciertos movimientos políticos.

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